Se ha dicho de varias formas que todo arte es erótico. Reconociendo que el de Frida Kahlo habría de ceder a tal generalización, no podría simplemente adscribirse su obra a un arte erótico. Ella traspone a la pintura una experiencia corporal, la carnalidad, más que la sexualidad, zona instrumental de las sensaciones: el cuerpo como espacio de desarrollo de las emociones.
El tema, en cada cuadro suyo, siempre es el cuerpo. La corporalidad en su estética no conlleva una mera exposición del cuerpo, sino, fundamentalmente, una interpretación de su funcionamiento fallido, de su padecer, aun de su mera fisiología. En algunas obras cristaliza sus inquietudes por la anatomía, la cirugía y los procesos del organismo (Frida y la operación césarea, Frida y el aborto y varios dibujos de su diario personal), práctica que continuaría en sus naturalezas muertas, con la fantástica disección de los frutos.
El tratamiento de lo carnal en su temática pictórica está en necesaria relación con un ejercicio del espíritu y de la mente: el cuerpo descifra sus gozos y sus miserias a través del sentimiento, la intuición y la razón, no del mero impulso (he aquí su quehacer más distanciado del surrealismo primitivo). Lo que lleva a cabo con su obra es la formulación explícita de unas experiencias íntimas, la mayoría de ellas involucradas con sucesos corporales. Por ello, podría decirse que nombra en voz alta el silencioso ejercicio cotidiano de la mujer, el continuo relacionamiento con su cuerpo. De hecho, es la mujer, no el hombre, la que practica un diálogo cotidiano y natural con su cuerpo; no necesita estar herida para enfrentar su sangre, elemento que, entonces, aparece ligado especialmente a la sexualidad y la reproducción. Pero en el arte de Frida, la semiótica de la sangre es compleja: conecta la sexualidad con la herida, el accidente con la pelvis destrozada y con la infertilidad. El rojo teoatl es allí indicio de una fatal asociación.
El erotismo en su arte provendría del tratamiento de lo corporal como tópico a la vez carnal, espiritual y mental: el cuerpo como eje alrededor del cual se articulan los modos de la pasión; sexo y dolor, lo material y lo inmaterial, carne y espíritu. De allí que no se quede en la mera percepción, sino que involucre una interpretación, una representación mental. La forma directa, honesta, sin eufemismos, con que esta pintora plantea esa expresión es, seguramente, lo que más atrae de su obra, como es altamente notorio, a las propias mujeres. En sus cuadros se muestra ese fenómeno tan fácilmente captable por la mujer: toda experiencia emocional es tal si lo es a través del cuerpo, como la flecha que sólo puede ser disparada por el arco.
Si López Velarde, es el “poeta del erotismo y de la muerte”, Frida Kahlo es la pintora del cuerpo y del dolor.
Alma, sibila inseparable, ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo (…)
-admite López Velarde-; Frida plantea la aporética duda también al cuerpo.
En pocos cuadros el erotismo se presenta más o menos explícitamente: tal vez en Dos desnudos en un bosque -aunque hay elementos, como el acechante simio, la vegetación tortuosa, la falla del suelo, que proveen signos para otra lectura-, en algunas naturalezas muertas -de señaladas connotaciones sexuales-, y en Recuerdo de la herida abierta, donde parecería erótico el propio planteo del cuerpo sentado, de piernas abiertas, más que por la posición, por lo que así puede ser mostrado: la herida coronada por una infloración que, próxima a su sexo, parecería que de allí surgiera. En este cuadro, la herida -que no es la de su columna, ni siquiera la aparente de su pierna, sino, más profundamente, la de su matriz y su exterior erógeno- es el terreno de encuentro del gozo y el dolor, donde se neutraliza la oposición de los contrarios; allí, entonces, el tratamiento de lo que podría indicarse como corporalidad, concepto más amplio que el de erotismo.
Ella maneja a un tiempo elementos activos y pasivos, abiertos y cerrados, simples y complejos. Para muestra basta un cuadro, Arbol de la esperanza: la mujer activa, erguida y entera, y la pasiva, yacente y cortada, conforman una ecuación que Frida tiene profundamente internalizada y que traspone bellamente al lienzo: ella es a la vez abierta y cerrada, el cielo es diurno y nocturno, la simple y lábil tela blanca cubre, el complejo ornamento engalana; reconocida duplicidad que refiere al reconocimiento de una dialéctica inevitable y que anota en su diario: “Todo se cambia, todo se mueve, todo evoluciona, todo vuelve y va”.
Reiterado oxímoron en su discurso, el binomio gozo-dolor revela la interpretación que la pintora efectúa de su cuerpo, primero en su intimidad, luego sobre los lienzos, permitiendo seguir así el doloroso itinerario de su funcionamiento.
Ya ha sido señalado que en muchas de sus pinturas hace uso de estas dualidades vitales, que no enfrenta sino que conjuga, no cuestiona sino celebra. Hay en este sentido un hilo discursivo que recorre casi todos sus cuadros, que es el que los enhebra a través de un mismo tópico: el placer y el sufrimiento, no como emociones opuestas sino complementarias, partes de una misma unidad, encastradas por un mismo dispositivo vital, la pasión: “La angustia y el dolor, el placer y la muerte no son más que un proceso para existir”.
En Recuerdo de la herida abierta, el núcelo temático está ostensiblemente en el cuerpo, especialmente en la entrepierna. Dolor del corte, goce del sexo -ambos, incisiones- cuya similar constitución -la hendidura- remite a la condición de “rajada” de la mujer que señalara Paz. Ese carácter, entonces resaltado como opuesto al hermetismo masculino, plantea aquí múltiples derivaciones, ya que Frida, mujer, mexicana y artista, lidia, además, con la perseverancia de la herida y la constante amenaza del bisturí. La abertura, la hendidura, la puerta entreabierta del cuerpo son fundamentos de esta pintura en la que inevitablemente destilan los óleos rojos, solferinos, color de mole o de tierra, indicios de las secreciones viscerales del interior profanado.
Esta zona del cuerpo, imperio de la libido -en ciertos terrenos de la fe, enclave del místico chacra fundamental-, es como el escenario más acondicionado para el encuentro de las dos pasiones encarnadas en los personajes tan ampliamente vinculados de Eros y Thanatos. Cuatro piquetitos recoge la relación amor-muerte con ciertas derivaciones que una interpretación sicologista subrayaría, de estar al esbozo previo que incluía la figura de un niño presenciando la patética escena del homicidio pasional.
En todos estos cuadros -Recuerdo de la herida…, Arbol…, Cuatro piquetitos-, la corporalidad, mejor que el erotismo, se resuelve en la voluptuosidad de la violencia favorecida, como enseña Bataille, por la angustia que revela el abismo de la muerte.
Sexo y muerte son torrentes paralelos que desembocan en el mar del cuerpo. Ese vínculo -otra instancia de dialéctica- remeda la ritualidad indígena, donde el paroxismo místico se logra a través de la experiencia corporal que involucra el gozo y el dolor -y hasta la muerte-, propiamente las dos puntas del sacrificio ritual. Muestra, asimismo, ciertos puntos de contacto con la visión surrealista y de algunos de sus antecedentes, como los tópicos de Lautréamont y Sade, en cuyas representaciones, reflexiones y fabulaciones en torno a la corporalidad, emerge el fetiche -fundadamente, ‘hechizo’-, secretado por la cultura: corporalidad, plástica, rito, poesía.
Me refiero a la consideración del fetiche como categoría semiótica, como “(…) un ejemplo particularmente bueno de la fecundidad de la semiosis humana, que incluye simultáneamente el cuerpo, la mente y la cultura”, sin ingresar a aspectos sicológicos o sexológicos, esto es, no como “desorden” o “patología”, sino en tanto evocador -o sustituto- metonímico del objeto total (pars pro toto), siendo procedente, como se ha abogado, la “ampliación de los conceptos de fetiche y fetichismo, que abarque el esteticismo erótico general (…)”.
En cada uno de los órganos y miembros que aparecen en los cuadros de esta artista y de los metafóricos configurados en sus naturalezas, se operaría, como observara Roberto Echavarren en su Arte andrógino (con referencia a la equívoca atribución de pies y cabeza a un incierto personaje de Balzac), “un recorte fetichista que aisla partes separables para rearmarlas en combinaciones nuevas”. Sin la connotación patológica del fetiche, sino tan solo la de una experiencia extática, en los dibujos del diario personal y en su pintura de caballete, rostros, manos, alas, ojos, pedestales, sexos, especialmente pies y piernas, reciben la atención focalizada de la pintora, para con ellos recrear su propia completud. En dibujos (independientes) como Karma I, las pequeñas figuras -cabezas y miembros sueltos- conforman una figura mayor, fragmentaria, múltiple. Reiterando los motivos, insistiendo en ellos en diversas posiciones y ángulos, abigarrados en el espacio, de su grafía resulta una especie de mandala, mediante cuyo encantamiento resuelve su somatizado enigma.
En su diario personal anota: “Mi cuerpo se llena de ti por días y días (…)”, “El hueco de tus axilas es mi refugio (…)”, “Yo penetro el sexo de la tierra entera”, “Sólo un monte conoce las entrañas de otro monte”, “(…) sexo, roto, llave, suave, brota licor mano dura amor silla firme gracia viva (…)”. Pero sus dibujos de cuerpos desnudos, zonas erógenas seccionadas, entrelazados con piernas sangrantes y lágrimas no acompañan el erotismo de su discurso escrito; el desnudo y el semidesnudo aparecen como referentes del sufrimiento físico.
En Hospital Henry Ford, Frida y la operación cesárea, Frida y el aborto, La columna rota, Arbol de la esperanza, El círculo y en varias láminas de su diario personal, la exposición del cuerpo es una representación de las injurias físicas y de su vulnerabilidad. Vulnerable, también, su desnudo cuerpo de niña en una ilustración alegórica de sus raíces filiales, como es Mis abuelos, mis padres y yo; vulnerable en extremo, el desnudo de Mi nacimiento, donde el sexo expuesto se conecta con un sufrimiento y una expiración ajenos a la pulsión vital del erotismo.
Se ha relacionado la representación de clavos, espinas y flechas en la pintura de Kahlo con el fenómeno de la transverberación en la iconografía religiosa, señalando lo erótico del ‘dolor espiritual’ a partir de la flagelación por la mediación de dichos elementos.
Pero puede hacerse otra lectura de esas representaciones.
El venado herido, inmovilizado, traspasado por flechas, está más cerca del animal totémico de los huicholes, con cuyo sacrificio es convocado el Venado Azul que viene del mar, que del mártir religioso que persigue la unión mística con Dios. A diferencia de éste (y a pesar de la acción de los símbolos fálicos de flechas, clavos y espinas en El venado…, La columna…y Autorretrato para el Dr. Eloesser), ella controla la experiencia extática, con otra austeridad en su gesto, observando fijamente al espectador para hacerlo partícipe de su dolor. Es probable que en ello incida el hecho de que, a diferencia de aquella iconografía, esta obra consiste especialmente en autorretratos, esto es, por definición, retratos que conllevan autobiografía y exhibicionismo y, particularmente en los de Kahlo, interpretación, reflexión y parábola sobre el cuerpo, y hasta memoria ancestral del mito precortesiano.
Puede pensarse que estas obras emblemáticas del dolor que se exhibe y que practican una intervención estigmática de la imagen del cuerpo, conducirían hacia otras relaciones en el análisis del desnudo femenino.
El tópico general del cuerpo femenino en la pintura se vuelve complejo cuando se refiere al representado por la artista mujer, y más aún cuando se trata de autorretratos; mayor complejidad presenta cuando ese cuerpo ostenta discapacidades o mutilaciones. En esta línea, el análisis del desnudo femenino y de los discursos del arte feminista que efectúa Lynda Nead en su ensayo El desnudo femenino. Arte, obscenidad y sexualidad, arroja luz sobre esas complejidades: mujer, abyección, imperfección, enfermedad, sendos términos de una transgresión que hacen “visibles nuevas definiciones de la identidad física”. Algunas de sus observaciones resultarían extensibles a la obra de Kahlo.
Partiendo de la idea patriarcal del cuerpo femenino, interpretado en la plástica a través de su contención y delimitación -‘el cuerpo como funda’, de Keneth Clark-, y reforzado con la explicación sicologista de la percepción y construcción de la identidad inidividual en función de los límites del cuerpo, Lynda Nead concluirá que la transgresión corporal -la representación plástica de esa transgresión- significará tanto una desviación social como la ‘desacralización’, ‘violación’ o ‘profanación’ de lo sagrado. Y como desde el siglo XIX la anatomía y la clase del natural han proveído vigilancia de la feminidad y regulación del cuerpo femenino, como efecto del colaboracionismo entre la medicina y el arte, los juicios y las categorizaciones del cuerpo femenino provienen tradicionalmente del médico y del connoisseur.
Si, como informan sus biógrafos, Frida mostraba especial interés en libros de anatomía y obstetricia, ella tuvo la novedad de transgredir esas categorizaciones en muchos de sus lienzos: con su cuerpo traspasado, ‘desenfundado’, adelanta la radical ruptura que en ese sentido llevarían a cabo las mujeres artistas en las siguientes décadas. Lo cual justificaría que, en tanto deconstructivo, el suyo pueda ser calificado como arte feminista.
Citando a Julia Kristeva, Nead aborda el tema de la abyección, reconociendo que el mismo estaría involucrado en la construcción de una política cultural feminista del cuerpo femenino. La experiencia de la abyección es provocada por “(…) el reconocimiento del individuo de la imposibilidad de una identidad estable y permanentemente fijada. Los objetos que provocan la abyección son aquellos que atraviesan el umbral entre el interior y el exterior del cuerpo: lágrimas, orina, heces (…). Lo abyecto, pues, es el espacio entre sujeto y objeto: el lugar tanto del deseo como del peligro”.
Una gran parte de la creación de Kahlo manipula esos ‘límites de la identidad corporal’, aludiendo reiteradamente al funcionamiento y a la vulnerabilidad del cuerpo. Herida (Unos cuantos piquetitos, Recuerdo, Recuerdo de la herida abierta), aborto (Hospital Henry Ford, Frida y el aborto), lactancia (Mi nana y yo, Abrazo…), parto (Mi nacimiento), intervención quirúrgica (Arbol…), son experiencias aporéticas que van dejando rastros de la interioridad: sangre, lágrimas, leche, secreciones del interior que invaden un exterior ‘profanado’ desde adentro. En esos cuadros, la transgresión de los límites corporales se concreta en los actos representados y en los productos que resultan secretados por el cuerpo.
En otros, dicha transgresión se lleva a ultranza, con la representación de las cavidades profanadas (La columna rota, Raícesy algunos dibujos del diario), o de la trasmutación sufrida por el cuerpo (El venado…). En Sin esperanzas, también se disuelven ‘los márgenes de la identidad’, pero inversamente: la invasión del embudo cargado de carnes violenta su cuerpo.
Organos, espermatozoides, óvulos y fetos, definitivamente pertenecientes al interior del cuerpo, también son expuestos en óleos y dibujos: en la litografía Frida y el aborto, muestra no sólo el trámite del legrado sino también la mitosis de las células. Así, la descontextualización de dichos elementos, les otorgaría visos de fetichización y señas de surrealidad.
En La columna rota, la multiplicidad simbólica se nuclea alrededor de un eje central: la sinécdoque establecida entre la columna jónica y la columna vertebral y entre ésta y la isotopía de la cruz, donde se expone la mortificación. El tormento infligido por las cintas de cuero que ciñen el cuerpo se sublima con las punciones de los clavos sobre la piel, resultando posible cierta asociación de esas incisiones con las laceraciones epidérmicas de los tatuajes y las escarificaciones, las perforaciones corporales del piercing y los trazos del body art.
Frente a otros autorretratos es posible similar confrontación: Autorretrato como tehuana, Diego y yo, Pensando en la muerte y Autorretrato (para Marte R. Gómez) exhiben la impronta (la faz de Diego, el emblema de la muerte, el colibrí), como si hubiera sido representado en el lienzo un tatuaje existente sobre la piel de la modelo.
En El venado herido y en algunos dibujos del diario personal, la transformación corporal con la que se autorrepresenta es llevada a sus últimas consecuencias con la trasmutación o la vivisección. Las profanaciones representadas en La columna…, Las dos Fridas, Raíces y las escoriaciones en Autorretrato con collar de espinas o Autorretrato para el Dr. Eloesser, pueden asociarse, en algunos aspectos, con producciones de fotógrafos, performers y corrientes feministas de épocas muy posteriores al trabajo de Kahlo.
Ciertamente, estas estéticas cultivan los signos en el cuerpo como soporte (aun en las que hay mediación de la fotografía), mientras que el pincel y la espátula de Kahlo infligen las incisiones, punciones y estigmas sobre el lienzo, el metal y la madera; pero se trata de destacar que comparten la intervención -con intención estética, por tanto comunicativa- del cuerpo como imagen. Reales o representados, el abordaje de la carne, la invasión del umbral del cuerpo, la estigmatización de la piel tornan al individuo paciente de su propia acción, y al artista -signado por una volición estética-, mediador entre creador y creación, entre demiurgo y objeto.
Estas manifestaciones artísticas podrían inscribirse en la categoría de unas artes en las que, conforme al citado estudio de Nead, “(…) las tradiciones patriarcales de la representación pueden quedar suficientemente perturbadas como para crear nuevas y diferentes asociaciones y valores”; en las que registros de discapacidades físicas revierten la noción tradicional de “contención del cuerpo femenino”, al tiempo que desconciertan la mirada voyeurista patriarcal.
Debo asumir que una aproximación del arte de Kahlo a estas artes es admisible sólo parcialmente y en relación a algunos aspectos. En realidad, se justifica en cuanto ella logró redefinir aquella noción patriarcal del cuerpo femenino, desconcertando al espectador de las primeras décadas del siglo con el cuestionamiento de su cuerpo y su discurso de la herida; pero es insuficiente si se atiende al material de expresión utilizado y a los resultados obtenidos, fundamentalmente, al manejo del canon de belleza y el tenor dramático de su obra frente a la provocación y, por momentos, la vacuidad de algunas de aquellas manifestaciones performáticas.
Es posible que el punto de inflexión de su arte con ciertas manifestaciones artísticas, algunas feministas, de la segunda mitad del siglo, se encuentre en los tópicos de la expresión autobiográfica, la catarsis de la realidad perturbadora del cuerpo, el discurso del dolor, la muerte y la maternidad y la fetichización de ciertas partes corporales; filos temáticos que en algunas de aquéllas podrían haber conducido acaso a una estética de culto.
Pero, además, la naturaleza gráfica del arte de Kahlo, que la condujo al tratamiento de la herida en los niveles de la representación, le permitió una recreación y reinterpretación continua del cuerpo a través de su pincel curativo, como una especie de retorno fénico hacia sí misma mediante la parábola del arte. Esa devolución gratificante está ausente en muchas de aquellas manifestaciones.
En adición, resultan claramente diferentes los destinatarios de los mensajes: la comunidad y sus políticas culturales en aquellos casos; la soledad del sí propio y la atención de Rivera, en el caso de Frida.
Esa exposición del cuerpo -condenado o redimido- tiene, por momentos, visos de exhibicionismo, en el sentido que Octavio Paz le otorga al concepto en su estudio de la obra de Duchamp: la otra cara de nuestro voyeurisme. Y es posible que entonces se dé el fenómeno circular que allí se señala, por el cual la pintora se vería ya no sólo en su espejo, sino además en nuestra mirada.
De ser así, logró que en torno a ella se nuclearan sus pinturas y las miradas alucinadas de los espectadores, cuando, el 13 de abril de 1953, se inauguró en la Galería de Arte Contemporáneo de Dolores Alvarez Bravo su única muestra individual (en vida) en México.
Hayden Herrera recoge en su Biografía algunos comentarios de los asistentes a dicho evento, advirtiendo que en el mismo hubo algo de ‘exhibicionismo’, de ‘teatro’, de ‘acto surrealista’; frente a ello, apenas admite cierto carácter de ‘espectáculo’: “(…) [Frida] presentó el tipo de espectáculo que le encantaba: lleno de colorido, sorprendente, intensamente humano y algo morboso, muy parecido a la manera dramática con la que se presentaba en el arte”, señala. Y consigna una serie de detalles sobre su convocatoria y su desarrollo: las invitaciones a la muestra redactadas por la propia artista; la instalación en la galería de su cama cargada de espejos y fotografías -el Judas colgando del baldaquino, las almohadas bordadas perfumadas con el aroma Shocking de Schiaparelli-; su ingreso a la galería transportada en una camilla de hospital en medio de la muchedumbre y de sirenas de ambulancia; el desfile de los asistentes frente a su cama para saludarla; los corridos cantados por Frida junto a sus amigos; la lectura del poeta Carlos Pellicer de un texto dedicado a la homenajeada.
Ahora bien, es posible inferir, a partir de esos datos, que aun sin tener la intención performática de los surrealistas, el evento habría producido algunos de sus efectos. Todos esos hechos, que constituirían elementos de un fenómeno adicional a la muestra pictórica, habrían posibilitado la incursión del cuerpo de la pintora -el propio numen de su arte- en el espacio artístico jalonado por sus cuadros.
Aunque ajena a las anteriores actuaciones futuristas y dadaístas y distante de las futuras performances de la segunda mitad del siglo y sus innumerables derivaciones, ella produjo en esa muestra, en esas condiciones, un fenómeno artístico que rebasó lo meramente pictórico y que desencajó subversivamente el establishment museístico. Lo que seguramente habría regocijado a Breton, confirmándole que la ‘cinta de seda alrededor de una bomba’ era, en efecto, surrealista. Pintura, música, palabra, exacerbado tenor autobiográfico del suceso funcionaron de marco de una actuación.
En la línea de algunas performances de la década de los setentas, que intencionalmente fueron poco o nada ensayadas, dejando amplio margen a la improvisación y espacio para la investigación, Frida nuclea la muestra en torno a sí misma, confiriendo al evento señas de instalación: pintora y cuadros no son factora con sus creaciones, sino extremos objetivos del acontecimiento, piezas de la representación, sustancias de una asombrosa técnica mixta. La presencia en la muestra del cuerpo de la artista -ataviado a su estilo, más vestuario que vestimenta, enmarcado en la cama con baldaquino, otra forma de marco, contenedor de una ‘escultura viva’- remedaría la ritualidad de un happening con el cual ella habría querido conjurar a la muerte.
Si su intención fue o no performática es de poca relevancia frente al efecto del suceso: el viso exhibicionista-voyeurista de la exposición, la inmediación cuerpo a cuerpo con el espectador, la invasión del espacio de la pintura viviente.
En ese escenario, potenciada la imagen visual con el calificado lenguaje corporal que ofreciera su presencia en carne y hueso, sumada a su representación en los cuadros, manifiesta una transgresión más de su arte, a la vez que expone una ilustración en vivo de su desdoblamiento en los espejos.
Finalmente, ¿dónde habría más de ella misma, dentro de cuál de todos esos marcos? ¿Dónde la habrían buscado en realidad los concurrentes, hacia cuál de esas Fridas habrían dirigido su fascinada mirada?
La afección física, la condena a la esterilidad, la dificultad del ejercicio erótico conforman una realidad perturbadora, cuya catarsis pudo ser intuida por Kahlo al reafirmar en su pintura su circunstancia. Esto es, exponiendo el dolor, purifica el cuerpo; mostrando o negando su gineceo, confirma su condición de mujer; pintando a su lado un feto, una muñeca, una mascota, concibe al hijo imposible…
Incorporándose, finalmente, a la muestra de sus pinturas en una galería, continentada por su personal escenografía y recreada en las miradas del público, desafía a ‘la pelona’ y al olvido.
Claro está que hay mucho más que todo eso en el arte que legó, trascendiendo la mera catarsis con su acto creativo. Pero el desgarramiento entre la perturbación y la purificación -físicas y espirituales- es el tópico de su discurso; dolor, libido, maternidad, los agonistas en el escenario barroco de un herido cuerpo de mujer.
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Mariella Nigro (Uruguay, 1957). Poeta e ensaísta. Autora de livros como Impresionante Frida (1997), Mujer en construcción (2000) e Umbral Del Cuerpo (2003).
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