DIÁLOGO ENTRE PINTURA Y NARRATIVA EN PAISAJE CON ÁNGEL CAÍDO, DE GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN – José Gregorio Noroño

En la pintura hay que buscar más la sugestión que la descripción…

Paul Gauguin

El propósito de este ensayo es señalar cómo una imagen pictórica desencadena la construcción de un texto literario, tomando como ejemplo la novela de Gabriel Jiménez Emán, Paisaje con ángel caído, publicada en 2004. Durante mis años de lectura y estudios sobre arte y literatura he advertido que la magia de toda obra significativa consiste en inducirnos a producir una obra – textual o visual – a partir de otra; es decir, a escribir o pintar, reescribir o repintar una obra a partir de otra. Este proceso de lectura y relectura, de escritura y reescritura, de pintar y repintar, de apropiación y reelaboración es conocido como dialogismo en Mijail Bajtin – para quien todo texto se construye como mosaico de citas, como absorción y transformación de otro texto –; intertextualidad en Julia Kristeva y transtextualidad, o hipertextualidad, en Gérad Genette. Es interesante, además, distinguir cómo un gran lector como Jorge Luis Borges, quien se enorgulleció más por haber leído que por los libros de su autoría, disertó sobre este fenómeno del lenguaje y la literatura desde sus relatos, en tono ensayístico, tales como Pierre Menard, autor del Quijote (1939), y Utopía de un hombre que está cansado (1975). En este último relato, por ejemplo, se lee el siguiente diálogo entre el personaje que narra la historia (Eudoro Acevedo) y el solitario personaje con el que se encuentra en una casa “en medio de la pánica llanura”:

–Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

– ¿Se trata de una cita? –le pregunté.

–Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.

En la respuesta que Borges pone en boca del solitario personaje de su relato, observamos que nuestro escritor argentino estaba consciente de la idea de un yo portador de otros yo, de otras voces dentro de todo discurso o diálogo. Es decir, sabía que la dialogía está presente en todos los textos literarios, en los cuales, de manera consciente e inconsciente, se citan las voces, ideas o sentimientos de otros autores. En torno a estas nociones del lenguaje los referidos autores coinciden en que toda obra convoca a otra u otras obras; no obstante, vale acotar que el dialogismo, intertextualidad o transtextualidad, va más allá de la intención del autor y su obra, ya que también depende del nivel cultural, sensibilidad, percepción e imaginación del lector o espectador, cuyos elementos le permiten detectar un tejido de relaciones entre una determinada obra con otras.

Con respecto a la correspondencia entre arte y literatura es pertinente reseñar que desde la antigüedad clásica hasta nuestros días, hemos visto la relación dialógica existente entre una y otra; artistas que se han inspirado en textos literarios para pintar, y escritores que han sido sugestionados por imágenes visuales para escribir. El poeta lírico romano, Horacio, dijo ut pictura poesis (“un poema es como un cuadro”), y Simónides de Ceos, poeta lírico griego, señaló que “la pintura es poesía muda y la poesía pintura hablada”. Desde entonces han sido muchos los autores que han concebido poemas, cuentos, novelas, pinturas, ensayos y tesis orientados por estos juicios, por los paralelismos o dialogía entre arte y literatura.

Hace varios años, cuando realizaba estudios de posgrado en la ULA, cursé una asignatura con el profesor y pintor Juan Molina Molina, titulada Arte y Literatura, momento a partir del cual me interesé, de manera obsesiva, por los estudios comparados, por el diálogo, correlación, paralelismo o correspondencia entre arte y literatura, campo en el que Molina Molina ha generado varios trabajos sobre los que me he fundamentado – entre otros estudiosos– para orientar mis textos dentro de este territorio; uno de su autoría es, oportunamente, Escribir sobre lo pintado. El registro pictórico en textos de la narrativa latinoamericana, tesis doctoral realiza en Valencia, España, en el año 2010.

Ahora bien, para aquellos que estamos familiarizados con la historia, la teoría del arte y la literatura,  al leer  el   título   de   la  novela de   Jiménez   Emán,  Paisaje con Ángel caído –paratexto que junto a la imagen de la portada nos proporciona información y orientación en la construcción de sentidos del texto–, de entrada la asociamos con la escritura de ficción a partir de lo pintado; notamos que es expreso el intertexto visual en su escritura, pues el título y la imagen de la portada sirven de entremés, nos anuncian la fuente de inspiración.

La imagen de la portada es un detalle de la pintura de Pieter Brueghel, el Viejo, uno de los principales pintores de la escuela renacentista flamenca, cuya obra se titula Paisaje con la caída de Ícaro, tema inspirado en el trágico mito de Ícaro, referido por el poeta romano Ovidio en sus relatos mitológicos Las Metamorfosis. Según el mito, Ícaro era hijo de Dédalo, arquitecto constructor del Laberinto de Creta, quien confeccionó unas alas de pluma y cera para él y su hijo con el propósito de escapar de su propia creación, donde el rey Minos los había encerrado. Con esas alas padre e hijo lograron su objetivo, pero el ávido e indócil Ícaro voló demasiado alto y el sol derritió la cera de sus alas, causándole la muerte al caer en el mar.

Al contemplar la pintura de Brueghel advertimos que el tratamiento del tema mitológico apenas se distingue, pues la única referencia de Ícaro, en el ángulo inferior izquierdo de la obra, son unas piernas que se agitan en el mar indicando su inevitable muerte. El tema central aparece desplazado ante una escena de vida campesina, donde apreciamos –indiferentes a la tragedia de Ícaro – un labrador, un pastor y un pescador apostados en las faldas de una montaña, frente a la cual se extiende un dilatado paisaje marino con embarcaciones y algunas edificaciones. Sobre esta atmósfera de indiferencia manifestada en la pintura de Brueghel, el poeta norteamericano W. H. Auden, compuso un poema titulado Museé de Beaux Arts, donde escribe:

“…quizás el labrador escuchó el chapuzón, el grito ahogado, pero eso para él no era motivo de inquietud: el sol brillaba como debía brillar sobre las piernas blancas que desaparecían bajo las aguas verdes…”

Este texto lo vinculamos con un antiguo proverbio flamenco que dice: “Ningún arado se detiene porque un hombre muera.” Ambas citas nos dejan claro que ante las fatalidades del hombre en el mundo, hay quienes no se conmueven; hay quienes se muestran insensibles frente a las experiencias trágicas de la vida.

Es interesante notar, grosso modo, cómo se establece la correspondencia entre Ovidio y Brueghel: del texto literario a la imagen visual; entre Brueghel y Auden: de la imagen visual al texto poético; y entre Brueghel y Jiménez Emán: de la pintura a la novela, correlación suscitada a partir de un tema de la mitología griega asociado con la caída de Ícaro; aunque en este caso me centraré concretamente en la conexión entre Paisaje con la caída de Ícaro, de Brueghel, y Paisaje con ángel caído, de Jiménez Emán, aplicando las nociones de la écfrasis, figura literaria entendida, de manera sucinta, como la descripción literaria de una imagen visual o “la representación verbal de una representación visual”, según el teórico y crítico norteamericano James Heffernan; es decir, una interrelación entre lo verbal y lo visual, acercándonos así a una forma más de dialogismo o intertextualidad. Sin embargo, como dice Molina Molina en su tesis, decantando sus lecturas sobre este concepto, “la écfrasis, si bien tiene su base en la descripción, o en la mímesis de un objeto artístico, sólo parece alcanzar su plenitud en la interpretación, en la lectura hermenéutica.” De esto se entiende, entonces, que la écfrasis, más que descripción es interpretación, es de naturaleza exegética. En este sentido, para dejar más clara la noción de esta figura, estimo pertinente exponer la idea que sobre ella considera el teórico y crítico francés Michael Riffaterre, quien dice que “en lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la écfrasis lo impregna (…) con una proyección del escritor o más bien del texto escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación del texto del pintor y del intertexto del escritor.” Si bien hay unos que se inclinan por la noción descriptiva y otros por la interpretativa de la écfrasis, hay quienes funden ambos ingredientes, hacen de ella un instrumento de análisis descriptivo-interpretativo, ya que ninguna descripción suele ser una copia fiel de lo percibido, sino una interpretación impregnada de la subjetividad, sensibilidad e imaginación del autor, a la que se suma la del lector o espectador. En la novela de Jiménez Emán se percibe la noción ecfrástica de lo descriptivo-interpretativo, como veremos más adelante.

En Paisaje con ángel caído, el personaje principal es José Armando Burgos, empresario en contra de su voluntad, laberinto del que quiere escapar, cuyas alas para tal fin vislumbra en la poesía y el arte, en la pintura, particularmente, la cual cultiva, no sólo para eludir el agobiante mundo en el que está inmerso, sino como una forma de búsqueda de sentido o razón de ser de su existencia; de hecho, él llega a manifestar que “la poesía y la pintura [le] devuelven la vida, como si [le] inyectaran una droga divina y diferente”. La novela, a la que Jiménez Emán le agrega un ingrediente de misterio policiaco, se desarrolla bajo la confusión del yo de Burgos, entre ser o no ser empresario, ser o no ser artista, actuar o no como detective de novela, seguir o no con la enigmática Magnolia; mujer de quien se enamora obsesivamente, quien aparece y desaparece; en fin, mujer con la que tiene encuentros y desencuentros, situación que a lo largo de la trama de la novela lo atormenta, hasta el desenlace de la misma. Mientras esa situación conflictiva persiste en su fuero interno, Burgos se entrega a los placeres de la vida: viajes, fiestas, comida, sexo, drogas, alcohol, entre otros hedonismos.

Estando en Europa (España, Inglaterra, Francia y Holanda), recorre varios museos. Este personaje, que actúa como narrador autodiegético – quien relata sus propias experiencias como personaje central de la historia –, hace una amplia relación de los artistas expuestos en cada uno de los museos visitados, tales como Velázquez, Goya, Zulbarán, Picasso, Miró, Tapies, Rubens, El Bosco, Cranach, Brueghel, Vermeer, Van Gogh, entre otros, confesando su predilección por el arte flamenco, además de su deseo de escribir algo sobre las obras de los artistas que ha visto.

En el Capítulo 8 de la novela, en los espacios del Rijksmuseum, es donde Burgos se enfrenta por primera vez con la obra de Brueghel, Paisaje con la caída de Ícaro. Es allí donde comienza la búsqueda de sí mismo ante esa pintura. En ese acercamiento inicial la obra lo atrapa de tal modo que experimenta la sensación de volar dentro de ella, entre cielo y cumbres, tanto así que se compara con el ángel caído de alas quemadas y con el campesino que se desplaza por el campo. Sin embargo, es en el Capítulo 10 de la novela donde observamos el mejor despliegue de la écfrasis, figura literaria que Jiménez Emán aplica de manera espontánea como forma de intertextualidad, a través de su personaje principal frente a la pintura de Brueghel, en su segunda visita al museo. Este personaje sobrevuela la pintura y luego se zambulle en ella, como Ícaro en el mar, y a medida que la va describiendo se identifica con cada uno de sus componentes. “Aquel cuadro compendiaba el sentido de mi vida”, dice Burgos. Un sentido que si bien no podía decodificar a cabalidad, como pensaba, lo intenta en su recorrido visual por la topografía del cuadro, mediante una profunda reflexión de sí mismo, suerte de retrospectiva interior (o psicoanálisis), que lo ayuda a escudriñar en su laberíntica existencia. Burgos, extasiado ante la pintura, resulta ser a la vez sujeto y objeto de contemplación y reflexión. Una vez más se compara con el ángel caído, además de verse reflejado en los seres, personas y cosas allí representados. Burgos siente identificarse con sus almas, algo así como entrever variaciones de sí mismo en esas entidades; un yo portador de otros yo. Frente a esa pintura experimenta la “angustia de la alteridad”, expresión ésta del poeta Gustavo Pereira. Por ejemplo, en el ángel caído ve la bondad y maldad que puede existir en su ser; los surcos que va dejando el labrador con su arado los compara con heridas; entre el rebaño que guía el pastor pone atención en la oveja negra; en el mar y los barcos experimenta el viaje hacia lo invisible y la insaciabilidad de quien viaja; y las islas las asocia con lo utópico, con el territorio soñado que nunca podremos habitar por ser un no lugar. Burgos, de cara al Paisaje con la caída de Ícaro, relaciona al arte, paradójicamente, con la prisión y la libertad. Dédalo construye una genial obra arquitectónica, pero queda prisionero en su propia obra de arte junto a su hijo, y para lograr la libertad de ambos concibe unas alas que simbolizan el vuelo de la imaginación, la cual trasciende hacia la libertad, aunque no se consuma.

Como lector, me sumo a la interpretación de Burgos para decir que igual que a Ícaro se nos derriten las alas en pleno vuelo sin obtener enteramente la libertad; o como Sísifo, terminamos condenados eternamente a conducir una roca a la cima de la montaña sin lograr nuestra empresa: plantar la roca en la cumbre. No obstante –citando a Camus–, “la lucha de sí mismo hacia las alturas es suficiente para llenar el corazón del hombre”. Es decir, basta con el deseo, la intención o el esfuerzo de salir sobrevolando del laberinto de la vida, de la sociedad o del galimatías interno, así no alcancemos la redención.

Recapitulando, en la novela de Jiménez Emán se percibe lo ecfrástico desde la noción de lo descriptivo e interpretativo, ya que, como detectamos a través de la voz que narra, del yo narrador, Burgos, se establece un diálogo en el que simultáneamente éste, sugestionado por la pintura del artista flamenco, va describiendo e interpretando la obra, impregnándola con su visión de mundo, concibiéndose así un dialogismo o intertextualidad entre pintura y narración; dándose en esa relación un proceso de “absorción y transformación”.

Vale señalar, a modo de epílogo, que en Gabriel Jiménez Emán existencia, experiencia vivencial, sueño y escritura van de la mano. Como “El Gabo”, su tocayo, Jiménez Emán ha vivido para contarla; pero, parafraseando al escritor colombiano, para nuestro escritor venezolano la vida no es sólo la que ha vivido, sino la que ha soñado y cómo la ha soñado para contarla, pues más allá de sus experiencias vitales y librescas Gabriel ha recorrido y visto el mundo para luego transfigurar sus experiencias de vida y lecturas en ficción, en imaginarias y oníricas entidades con raíces terrenales. Gabriel, para creer en la vida ha tenido que vivirla y soñarla, tanto desde afuera como desde su interior. Pudiera decirse que su escritura se transmuta en un soñario; es decir, en libros que sirven para soñar; sueños a través de los cuales es posible encontrar los secretos de la vida, como le sucede a Burgos en las primeras páginas de Paisaje con ángel caído, quien manifiesta:

“(…) y luego tomar alguna píldora para dormir, a fin de no regresar tan rápido al mundo real.  No abrir los ojos sino quedarme vagando por el sueño, deslizándome por el aire o la tierra o el agua, y al despertar aterrizar otra vez del lado de acá (…)”.

La experiencia que vive este personaje ante la pintura Paisaje con la caída de Ícaro, es un laberinto donde se urden recuerdos y sueños; y “cuando aparecen los sueños el tiempo exterior deja de ser y nos adentramos en aguas incognoscibles (…)”, como dice en su monólogo interior el personaje de La Taberna de Vermeer, relato de Jiménez Emán; esa experiencia de algún modo le confiere a Burgos las claves para encontrar algún secreto o sentido a su angustiosa y confusa existencia, que finalmente no sabemos si logra resolver, pero el caso es que lo intenta ante la referida pintura, mediante la écfrasis, figura literaria con la que opera el escritor, quien la proyecta en el narrador y personaje de la novela en cuestión.

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José Gregorio Noroño (Venezuela, 1965). Desde 1989 hasta 2011 trabajó como investigador y curador en el Museo de Bellas Artes, Caracas; Museo de Arte Coro, Falcón, y el Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu, Aragua. De 2005 hasta 2014 fue miembro y vocal de la Asociación Internacional de Críticos de Arte, (AICA), Capítulo Venezuela. Actualmente es jefe del Departamento de Investigación Sociocultural y Curador en el Instituto de Cultura del Estado Falcón.