Prólogo e Tradução de Floriano Martins
NOTAS DE ACCESO
(uma galeria marginal de tipos)
Quantos personagens pontuam nossa existência com a lucidez fantasiosa de suas influências? Quantas vezes nos sentimos como protagonistas da mais absurda ficção? Creio que mais nos identificamos com a irrealidade suposta do ficcional do que propriamente nos reconhecemos em um ou outro personagem, esta última me parecendo quase sempre uma leitura meramente intelectualizada do assunto. De fato, consideramos mais irreal nossa existência do que real a ficção. A medida da realidade estaria então no grau do relacionamento do homem consigo mesmo. Indagar “como se faz um conto”? equivale a buscar um padrão de realidade.
As narrativas ora se esmeram na captação de um diálogo real, ora se definem justamente por seu mascaramento. Observa-se comportamento distinto entre países, épocas e autores. E por trás das distinções há sempre uns defensores de sua verdade incontornável. Cria-se então o dogma do “é assim que se faz”, risível figura de linguagem que tanto equívoco tem impresso á leitura das obras. Nada em nosso cotidiano interrompe, retarda ou atropela a convivência do artista com os diversos tempos que compõem sua experiência criativa. Não por fatalismo, antes que me surgiram outro equívoco corrente. Nenhum diálogo se interrompe de todo. Transtorna-se, transforma-se. Tal fôlego irredutível apenas os grandes escritores conseguem tocar, e dar-lhe forma.
O que temos em Alfonso Peña é uma compreensão depurada desse ardil que fantasia dissensão entre arte e vida. Max Ernst que a arte é produto de um “intercambio de idéias”. E eis sua relação intrínseca com a vida: ser todos e ao mesmo tempo nenhum. Não temer se misturar ao mundo, porque somente a partir de então é que se perceberá a si mesmo. Vale então recordar umas palavras de Michel Leiris, ao ressaltar como importância essencial da arte “tornar sensível o mistério dos elementos que põe em jogo”. E o que pomos em jogo é nossa própria existência, seus focos obsessivos. A angústia com os figurante de A, a paixão estarrecedora d B, o capricho mundano de C. Um mundo de anônimos. Talvez tenhamos mais a ver com os figurantes de uma narrativa do que propriamente com o arquétipo encarnado por seus protagonistas.
Ao lermos os relatos que compõem A Nona Geração não importa tanto o nome daqueles personagens, mas antes nos anima o fato de nos percebermos entre eles. São uns desgraçados que ou põem em dúvida sua própria existência ou se encontram tão embevecidos por sua torpeza que mal dão conta de si. São absurdamente reais. Inaceitáveis, de tão patéticos. E em tal metáfora da existência humana é que radica a originalidade estética de Alfonso Peña.
Ao depurar personagens que mais funcionam como contra-personagens, gente sem glamour algum, sem nenhuma lição sublime de vida para exibir, foi tecendo uma galeria marginal de tipos, o comum dos mortais, que está ali apenas por estar, como em sua própria vida. Uma subversão de nossa precária idéia de transcendência. O anão fantasiando uma genealogia, os garotos acanalhando uma sessão de cinema, a mulher traindo o marido com um amigo dele, os dos irmãos vivendo encastelados em sua ilusão da realidade, músicos de bar, lutadores de boxe, poetas frustrados. Os desvãos da existência humana ali estão impregnados da mais vulgar realidade. São apenas o que são e não porque assim devam ser.
Contudo, ao narrar histórias de uns pobres diabos inumeráveis, Alfonso Peña não se dissocia do fato de que são histórias escritas. E aqui retornamos áquele esmero inicialmente referido no que diz respeito ao plano estético. Ao subverter um tratamento modelar o faz á sua maneira, recortando tempos, tipos e referências simbólicas, mesclando inúmeras formas de narração, frequentando a intertextualidade com um peculiar sarcasmo, mas sobretudo exímio na definição estrutural do livro em si. Alfonso Peça não escreveu um livro de contos, dentro do habitual sentido de uma coletânea de narrativas. Soube dar á sua galeria de temas uma ambientação singular, estruturando o livro como uma peça única, que decerto cativará o leitor justamente por essa afinidade com sua vida mundana. A um tempo somos todos e nenhum.
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CON UN PIE EN EL ASFALTO
La ciudad ha enmudecido
¡Se cerró poco a poco la mandíbula
asfalto-hormigón de la ciudad!
NAZIM HIKMET
Entre los acústicos ronquidos del Gato Barbieri y la portada de una revista catalana con una foto de la Dietrich tirada descuidadamente sobre un escritorio, J.C. Balmón pensó que era un perseguido.
Lo venía olfateando. Varios días atrás. ¿Meses?
O sería su pésimo talante. Méndez, el médico, se lo dijo: “Tomate un descanso”. Charlaron un buen rato, así como son esos profesionales, en su estirayencoge, en la enumeración de pacientes y moribundos; escribió la acostumbrada receta médica y chao.
La playa era un vocablo que sonaba atractivo. Tenía un especial tamborileo en el momento de esbozarlo en sus labios: p-l-a-y-a; y-a-p-l-a; a-l-p-y-a… No recordaba cuánto tiempo hacía que no viajaba en tren.
La última vez fue de niño, con algún pariente en un aburrido itinerario. Sin percatarse, se vio de pronto acomodado en el asiento de un vagón, sintiendo como la potente máquina se abría paso entre la tierra colorada.
J.C. Balmón estaba seguro de que era observado, que cada movimiento suyo era medido. No se explicaba cuál era la causa. No eran ideas absurdas, no eran rollos en su mente. Mejor sería seguir escuchando al Gato. Pero no. Tenía que enfrentarlo. No tenía por qué esconderse. Tomar precauciones. ¿Por qué? Da risa. Mejor olvidarse. Recordó el tren… “la hierba y las florecillas mueren a su paso…” Que bien suena el Gato. Ya se estaba escondiendo. Ya había empezado con ese acto tan humano y tan bestial: la defensa. No le daba la espalda a nadie. No utilizaba avenidas congestionadas. Buscaba atajos y rodeos. No se trataba de temor gratuito, de una acelerada carrera rumbo a la enajenación. Probablemente lo había visto. Lo reconocería en cualquier lugar. Este Gato es magnético. Tiene jalón. “Puede suceder que la pitoreta corra con ritmo asordinado desde la máquina hasta el cabus.” Estaba seguro. Lo repetía para sí mismo. Sabía que no era casualidad. Burdas gafas negras, suéter verde, brazos velludos, toscas manos…
Pudieron haber sido cuatro o cinco veces (en cierto momento lo sintió cerca de su mesa, en algún cafetín, con el periódico tapándole la cara), pero la verdad es que la primera vez que tuvieron un encuentro fue en un ascensor. Lo recordaba con tembladera. Aquella mañana fue bien movida. Desde el momento en que puso un pie en el asfalto, no existió reposo. Ya a las nueve estaba visitando clientes, recogiendo la correspondencia, internándose en las laberínticas oficinas bancarias. Soñando con su acostumbrado té de canela. A eso del mediodía se encontraba en el edificio Doble B, conversando con un transeúnte sobre las noticias del día, sobre asaltos y atentados, cambios de actitud en la cúpula del gobierno, nacimientos y defunciones (la página de sociales no se la pierde nadie), removiendo ¿por qué no? las tranquilas conciencias josefinas. Una punzada en el estómago le indicó que llegaba la hora del almuerzo. Con viejas frases gastadas se despidió del transeúnte y a grandes pasos fue hacia el ascensor. Con impaciencia se movía de un lado para otro, observando con qué lentitud descendía: 6, 5, 4, 2, 1, M, PB… Urgido, penetró en la cámara metálica: alfombrada, reluciente, aséptica. Presionó el botón PB y se arrecostó en una de las paredes de acero inoxidable. Con disgusto aceptó que se detuviera en el piso 5. De inmediato se sumó otro pasajero. Las puertas de la cámara metálica se cerraron. Desde que lo vio, su mirada fue de tácita repulsión. El hombre de las gafas negras no le quitaba la vista de encima. Parecía que quisiera traspasarlo. Detrás de sus lentes, unos ojos pérfidos lo asediaban.
Lleno de altanería, dijo:
–¿Nos conocemos? Digo, me parece que nos conocemos… si, ¿no? ¡Ah! No…
Se expresaba entrecortadamente. Era casi como un jadeo.
No tenía por qué contestar. No lo conocía. No sabía quien era. ¡Por Dios, qué forma de iniciar una conversación! Con que le gusta intimidar. Manos de bestia.
Infló su plexo y apretó los puños.
El hombre del suéter verde volvió a hablarle:
–¿Sabe que le vengo buscando hace tiempo?
No escuchó más… Habían llegado.
A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, acompañado solamente de los nítidos rayos del sol de verano, se preguntó si lo que había sucedido el día anterior era cierto o si, al fin y al cabo, era su agotamiento, su irritabilidad, ante cualquier ínfima situación; pero lo ocurrido en el ascensor fue grave, y más grave aun lo que sucedió en la calle.
Tras dejar el edificio Doble B, se confundió con las agitadas pulsaciones del mediodía. Era caminar a toda prisa, previendo la aparición del horrible sujeto. Era deslizarse por los vericuetos urbanos. Era aquel terrible aliento resbalando en sus espaldas…
Te he buscado. Ps. Pst. Mire hacia acá. Usted es. Ps. No se haga el loquito. Sí. Sí. Te conozco. A mí con zafaditas. Te gusta mi suéter, ¿verdad qué es bonito? Ps, ps, pst, ¿qué dice? ¿Le agradan mis anteojos? Que sí… Que no… Te quiero decir algo… los tipos como usted me revientan los cojones… Ps, muñequito, mírale las manos a Papá, verdad que son de macho… de muy hombre. No corras tan de prisa. No vas a escapar. Mejor conversamos ¡Boquitazucarada! ¡Masmelito! No creas que vas a escapar. Si lo intentas, Papá te va a joder en la próxima esquina. ¡Qué valentía! Meter tu vieja barriga y apretar tus puñitos. Ps. Ya te lo dije, eres un indeseable extranjero. Largo. Fuera. Muerte a los forasteros. Con que te agradan los restaurantes chinos olorosos a wan tan, hongosconarroz, papasensalsadefaisán, para que se te quite lo pálido, ja ja, cobarde, por qué no me vuelves a ver, no me digas que las manos de Papá te asustan. No huyas, no huyas, ni en los ascensores, ni en las escaleras de emergencia, ni en los sótanos, ni en las alcantarillas vas a estar a salvo… Ps, desde hace tiempo te busco… Ps, desde hace tiempo que estás en la mira… cuestión de segundos…
Durante todo ese largo día escuchó su quebradiza voz y en todo momento (detrás de una vitrina, fumando un cigarrillo en el dintel de una puerta, arrecostado en una columna) observó su aspecto brutal y sus simiescas manos. Con insistencia se preguntaba cuáles eran los intereses del hombre del suéter verde. De seguro era un orate. O quizá era su negocio: un extorsionador. Sí, eso era posible. ¿Cuántos utilizan técnicas agresivas para sobrevivir? Sabía de muchos casos. Amigos suyos se lo habían contado. Lo había asediado durante varios días y luego desapareció.
Volvió a sonar el Gato Barbieri. Sus maullidos saturaban todo el espacio. La sala se llenaba de aquel ritmo donde la presión de los timbales, congas y tumbadoras, destacaba por intervalos. El bajo hacía que las paredes retumbaran. J.C. Balmón decía para sí: “Este Gato es increíble; pero desde que me sucede eso, ya no es lo mismo…”
Daba ligeros pasitos. Se sentaba en un sillón y de inmediato se volvía a incorporar. Subió el volumen del estéreo. Sus pensamientos, de nuevo en el tren y con la máquina: Denisse, su última mujer. Con ella estuvo poco tiempo. Algunos días de tranquilidad. No como ahora. El encierro. La espera. El martirio. Quizá preparar un trago. Se fue directo sobre la botella de ron. Mientras lo preparaba, sonó el teléfono. ¿Quién podría ser? Ya casi no tenía amigos. A nadie le había contado. Extranjero. ¿Extranjero? Un loco. Puso la mano sobre el auricular. Lo dudó. Alzó y dijo: Aló. Una especie de ronroneo fue la respuesta. Estaba seguro de que era el sujeto.
Volvió a concentrarse y se dijo que debía mantener serenidad. La verdad es que todo estaba muy confuso. Al principio eran solo ideas; ahora sentía el asedio en la casa y fuera de ella. Nadie le creería.
e un solo sorbo se tomó el trago. ¿Cómo podría comenzar a contar lo que le estaba sucediendo? Estaba seguro que se burlarían de él.
Llamar a Denisse sería como una violenta irrupción en la realidad. Su relación se había acabado hacía mucho tiempo. ¿Cómo le podría contar? Claro, primero el saludo, después todos los pormenores de sus vidas, aquellos empalagosos diálogos, y nada. Hasta su número telefónico se le había olvidado. Se recriminó a sí mismo por tan absurda idea.
Dando diminutos pasos, tarareando la canción, se acercó a la puerta principal. La tarde se eclipsaba. Todo estaba salpicado de luces neblinosas. Débiles focos. Los autos pasaban, veloces. La gente corría. Sería delicioso tomarse un trago. Observar las parejas. La gente que va para sus casas. Las muchachas que pasan corriendo y piensan solo en su novio. J.C. Balmón se dio cuenta de que estaba animado. No era posible continuar viviendo de esa manera. Méndez se lo había repetido. Largarse de la ciudad. El tren. Todo estaba en su imaginación. No podía ser.
Acomodó sus brazos en la desgastada barra. Frente a él, el vaso de vidrio. Lleno de ron. Doble de ron viejo, dijo una anónima voz. “Volver con la frente marchita” –cantaba, enronquecido, un leal tomador de aquel bar. J.C. Balmón había decidido salir por la mañana rumbo a la costa. Se sentía contento. Experimentaba el placer de la libertad de elección, de ejecución. Pidió otro trago y se lo tomó de un solo golpe. Pagó y volvió a caminar por las oscuras calles. Dio un rodeo por un parque cercano y, sin inmutarse, reconoció el perfil de su perseguidor. En aquel momento se dijo que la próxima vez esperaría al sujeto. Hablaría por las buenas… o las malas. Era demasiado. Emprendió con lentitud el regreso. Ya no le tenía temor. Atrás había quedado el hombre de los lentes negros. Su mente se iluminó por un violento alto contraste: se vio matando al hombre. Un estremecimiento le recorrió su cuerpo. Con ansiedad, deseó estar en la casa. Corrió hacia ella. Abrió con rapidez la puerta. Sin detenerse llegó a la mesa. Tomó la botella de ron entre sus manos y brindó por aquella muerte próxima. Una más.
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COM UM PÉ NO ASFALTO
A cidade emudeceu
Fechou pouco a pouco a mandíbula
asfalto-betão da cidade!
NAZIM HIKMET
Entre os acústicos roncos do Gato Barbieri; a capa de uma revista catalã com uma foto da Dietrich jogada descuidadamente sobre uma escrivaninha; J. C. Balmón pensou que era um perseguido.
Vinha farejando-o. Com exatidão, não. Vários dias atrás. Meses?
Ou seria seu péssimo gosto. Méndez, o médico lhe disse: “Dá-te um descanso”. Conversaram um bom momento, assim como são esses profissionais, em seu inspiraexpira, na enumeração de pacientes e moribundos que receberam alta escreveu a costumeira receita médica e tchau.
A praia era um vocábulo que soava atrativo. Tinha um especial tamborilado no momento de esboçá-lo em seus lábios: p-r-a-i-a; i-a-p-r-a; a-r-p-i-a; r-a-p-a-i… Com certeza, não lembrava há quanto tempo não fazia uma viagem de trem.
A última vez talvez tenha sido quando criança, acompanhando algum parente em um aborrecido itinerário. Sem que se prevenisse viu-se de imediato acomodado no assento de um vagão, sentindo como a potente máquina abria caminho entre a terra vermelha…
E é que J. C. Balmón estava seguro de que era observado, que cada movimento seu estava sendo medido. Não se explicava qual era a causa. Não eram idéias absurdas, não eram fitas em sua mente. Melhor seria seguir escutando Gato. Mas não. Tinha que enfrentá-lo. Não tinha porque esconder-se. Precaver-se. Por que? Dá riso. Melhor esquecer. Lembrou o trem… “a relva e as florzinhas morrem a seu passo…” Que bem que soa o Gato. Já estava se escondendo. Já havia começado com esse ato tão humano e tão bestial: a defesa. Não dava as costas a ninguém. Não utilizava avenidas congestionadas de gente. Buscava atalhos e rodeios. “…ao som de tantas toneladas…” Mas não se tratava de temor gratuito, de uma acelerada carreira rumo à alienação. Provavelmente o havia visto. O reconheceria em qualquer lugar. Este Gato é magnético. Tem baliza. “pode acontecer da sibilação correr com ritmo ensurdecido da máquina ao cabo…” Estava seguro. O repetia para si mesmo. Sabia que não era casualidade. Toscos óculos escuros, suéter verde, braços peludos, grossas mãos…
Poderia ter sido quatro ou cinco vezes antes (em certo momento o sentiu acerca de sua mesa, em algum botequim, com o jornal tapando-lhe o rosto). Mas a verdade é que a primeira vez que tiveram um encontro foi em um elevador. Recordava-o com tremor. Aquela manhã foi bem movimentada. Desde o momento em que pôs um pé no asfalto da cidade, não existiu repouso. Já às nove estava visitando clientes, recolhendo a correspondência, internando-se nas labirínticas agências bancárias. Sonhando com seu habitual chá de canela. Por volta do meio-dia encontrava-se no edifício Duplo B, conversando com um transeunte sobre as notícias do dia, sobre assaltos e atentados, mudanças de atitude na cúpula do governo…, nascimentos e mortes (a página de sociais ninguém perde), removendo – por que não? – as tranqüilas consciências josefinas. Uma ardida ferida no estômago lhe indicou que chegava a hora do almoço. Recorrendo a velhas frases gastas despediu-se do transeunte e em grandes passadas embalou-se até o elevador. Com impaciência se movia de um lado para outro, observando com que lentidão subia: PB, M, Piso 2, Piso 3, Piso 4, Piso 5, Piso 6… Urgido penetrou na câmara metálica: almofada reluzente, asséptica. Pressionou o botão PB e encostou-se em uma das paredes de aço inoxidável. Com desgosto aceitou que se detivesse no Piso 5. De imediato encontrou-se com outro passageiro. As portas da câmara metálica se fecharam. Desde que o viu seu olhar foi de tácita repulsão. O homem dos óculos escuros não lhe tirava o olhar de cima. Parecia que queria atravessá-lo. Detrás de suas lentes uns olhos pérfidos o assediavam.
Cheio de altivez disse:
– Nos conhecemos? Digo, parece que nos conhecemos… sim, não? Ah! não…
Expressava-se entrecortadamente. De uma maneira que era quase como um arquejo.
Não tinha porque responder. Não o conhecia. Não sabia quem era. Por Deus, que forma de iniciar uma conversa! Bobagem. Como gosta de intimidar! Mãos de besta.
Encheu o plexo e apertou os punhos.
O homem do suéter verde tornou a inquiri-lo:
– Sabe que venho lhe procurando faz tempo…!
Não escutou mais… Haviam chegado.
Pliang-Plang!
Na manhã seguinte, enquanto preparava o desjejum, acompanhado apenas dos nítidos raios do sol de verão, indagou-se se o que havia se passado no dia anterior era certo ou se afinal não era senão seu esgotamento, sua irritabilidade, ante qualquer ínfima situação. Mas o que ocorreu no elevador foi grave e mais grave ainda o que sucedeu na rua.
Após deixar o edifício Duplo B confundiu-se com as agitadas pulsações do meio-dia. Era o caminhar a toda pressa prevendo o aparecimento do horrível sujeito. Era o deslizar-se pelos despenhadeiros urbanos. Era aquele terrível alento resvalando em suas costas…
Te procurei. Ps. Pst. Olha para cá. Vc. Você é. Ps. Não se faça de louquinho. Sim. Sim. Te conheço. A mim com escapadelas. Gosta de meu suéter. Verdade que é bonito? Ps, ps, pst, que diz, lhe agradam meus óculos ? Que sim… Que não… quero te dizer algo… os tipos como Você me rebentam os culhões… Ps, docinho, olha as mãos de Papá, verdade que são de macho… de muito homem. Não corras tão depressa. Não irás escapar. Melhor conversarmos Boquinhaçucarada! Melosa! Não creias que irás escapar. Se tentas Papá vai te foder na próxima esquina. Que valentia! Mostrar tua velha barriga e apertar teus punhozinhos! Ps. Já te disse és um indesejável estrangeiro. Larga. Fora. Morte aos forasteiros. Com que te agradam os restaurantes chineses cheirando a wan-tan, choi-min, gat-in, fungoscomarroz, batatasemsalsadefaisão, para que lhe tire o pálido, jaja, covarde, por que não me tornas a ver, não me digas que as mãos de Papá te assustam… Não fujas, não fujas, nem nos elevadores, nem nas escadas de emergência, nem nos sótãos, nem nos esgotos estarás a salvo… Ps, há tempo te procuro… Ps há tempo que estás na mira… questão de segundos…
Durante todo esse largo dia escutou sua quebradiça voz e em todo momento (Detrás de uma vitrina, fumando um cigarrinho no umbral de uma porta, recostado em uma coluna…) observou seu aspecto brutal e suas simiescas mãos. Com insistência se perguntava quais eram os interesses do homem do suéter verde. Seguramente era um louco. Ou talvez era seu negócio: um extorsionário. Se isto era possível. Quantos utilizam técnicas agressivas para sobreviver? Sabia de muitos casos. Já havia escutado. Amigos seus lhe haviam contado. Ele o havia assediado por vários dias e depois desapareceu.
E tornou a tocar o Gato Barbieri. Seus miados saturavam todo o espaço. A sala se enchia daquele ritmo onde a pressão dos timbales, congas e tumbadoras, destacava por intervalos, o baixo fazia com que as paredes retumbassem… J. C. Balmón dizia para si: “Este Gato é incrível… mas desde que me sucede isso já não é o mesmo…”
Dava ligeiras passadas. Sentava-se em uma poltrona e de imediato voltava a incorporar. Aumentou o volume do estéreo. Seus pensamentos de novo no trem e com a máquina: Denisse sua última mulher. Com ela esteve pouco tempo. Alguns dias de tranqüilidade. Não como agora. A clausura. A espera. O martírio. Talvez preparar um trago. Foi direto sobre a garrafa de rum. Enquanto preparava tocou o telefone. Quem poderia ser? Já quase não tinha amigos. Não havia contado a ninguém. Estrangeiro. Estrangeiro? Um louco. Pôs a mão sobre o auricular. Duvidou. Ergueu e disse: Alô. Uma espécie de ronronar foi a resposta. Estava seguro de que era o sujeito. Voltou a concentrar-se e disse a si mesmo que devia ter serenidade. A verdade que tudo estava muito confuso. No princípio eram somente idéias, agora sentia o assédio na casa e fora dela. Ninguém lhe acreditaria.
De um só gole tomou o trago. Como poderia começar para contar o que lhe estava acontecendo. Estava seguro de que zombariam dele.
Chamar Denisse seria como uma violenta irrupção à realidade. Sua relação havia acabado há muito tempo. Como poderia lhe contar! Claro, primeiro a saudação, depois todos os pormenores de suas vidas, aqueles enjoativos diálogos e nada. Até seu número telefônico havia esquecido. Recriminou a si mesmo por tão absurda idéia.
Dando diminutos passos, cantarolando a canção, foi se aproximando da porta principal. A tarde estava se eclipsando. Tudo estava castigado de luzes nevoentas. Débeis focos. Os carros passavam velozes. A gente corria. Seria delicioso tomar um trago. Observar os casais. As pessoas que vão para suas casas. As jovens que passam correndo pensando somente em seu noivo. J. C. Balmón se deu conta de que estava animado. Não era possível continuar vivendo dessa maneira. Méndez o havia repetido. Largar-se da cidade. O trem. Tudo estava em sua imaginação. Não podia ser.
Acomodou seus braços na desgastada barra. Diante dele a garrafa de vidro. Cheia de rum. Duplo de rum velho, disse – uma anônima voz. “Voltar com a fronte murchazinha” – cantava enrouquecido um leal biriteiro daquele bar. J. C. Balmón em silêncio, havia decidido sair pela manhã rumo à costa. Sentia-se contente. Experimentava o prazer da liberdade de escolha, de execução. Pediu outro trago e o tomou de uma só gole. Pagou e voltou a caminhar pelas ruas escuras. Deu a volta por um parque próximo e sem alterar-se reconheceu o perfil de seu perseguidor. Naquele momento disse que na próxima vez esperaria o sujeito. Falaria por bem… ou por mal… Era demasiado. Empreendeu com lentidão o regresso. Já não tinha temor. Atrás havia ficado o homem dos óculos escuros. Sua mente foi iluminada por um violento autocontraste: viu-se matando o homem. Um estremecimento lhe percorreu o corpo. Com ansiedade quis estar em casa. Correu até ela. Abriu com rapidez a porta. Sem deter-se chegou à mesa. Tomou a garrafa de rum entre suas mãos e brindou àquela morte próxima. Uma a mais.
TEXTOS Y PRETEXTOS SOBRE LA NOVENA GENERACIÓN
Laberintos y estaciones de lo insólito
Fernando Cuartas
Leer el libro de relatos La Novena generación es un periplo de callejuelas y túneles urbanos, verdaderos laberintos por donde pasa la vida entre alcoholes y nostalgias. Quien lo escribe parece ser un ser múltiple, una espacie de transeúnte que ha conocido el bar y el cine, la barriada y la magia de perderse entre una ciudad con sus vericuetos y nostalgias. Alfonso Peña ya es un escritor consagrado, sus búsquedas están dentro de un surrealismo cotidiano, una especie de habitante extraño que sabe dónde dejar sus huellas y desaparecer entre sus libros. Son varias voces en crescendo, ritual de la amistad entre sus vivencias, no en vano es un periplo o recorrido por la ciudad y sus ancestros rurales, algo así se hace mistura de olvidos y silencios, de presencias diluidas en una cartografía de la vida. Algunos de sus relatos son trasgresiones más que narraciones, lector de grietas en las aceras, de personajes encerados en viejas casa donde habitan los fantasmas y la angustia, los chicos de barriada haciendo travesuras que no son más que una manera de desprenderse de atavíos, desnudarse en la prosa para aparecer invocando la destrucción y el caos mundo que nos tocó por suerte. Extrañas costumbres para mirar el vacío y llenarse de imágenes de insomnios. “Lucecitas, tapias, muros de ladrillo, predios abandonados, taquillas solitarias, lugares donde se juega billar, talleres mecánicos, de empastado, compra y venta de revistas, pensiones de primera, segunda y de tercera, muchachos jugando chapas en medio de la calle, muchachas platicando con sus novios” esos son sus escenarios por donde las narrativas se esconden y aparecen, salpican soledades y bohemias.
Algunas veces hemos pensado en ser una generación distinta, redentora, en ser los elegidos de un conocimiento hermético y sabio, más muchas veces nos vamos quejando en sueños, nos quedamos colgados de una palabra exótica y con ella abrimos una biografía multiplicada en seres diversos con sus cercanías comunes, con sus vidas paralelas, con sus enanos místicos. Somos una novena generación de episodios que nos reclaman ver con ojos poéticos cada tramo de ciudad y hacerse a ese paisaje, tal como lo haría un vagabundo con su botín de hallazgos en los detritus de nuestras almas convulsas y maltrechas. El libro como tales un encuentro de “cosas dichas” por los anónimos seres de la batalla diaria, una recopilación de misterios contados en las bocas de anónimos transeúntes vestidos de metáforas y alimentados con la nodriza leche de nuestras leyendas retomadas de la abuela. Cuadros vivos, un hilo de tejedora hecho en letras, un collage urbano trasformado en cuentos.
Luchadores anónimos en un boxeo de fantasmas, trabajadores de un jardín de historias, borrachos de un licor antiguo y bello cuyo brebaje sólo es posible cuando se recorre un barrio con ojos de murciélago. Batir de alas en la noche, capacidad de escritura que se hace en las sombras de una casa donde todo se hace juego, lúdica macabra de mirar el mundo para deshacer entuertos o buscar al menos con la escritura otra herida diferente para dolernos menos.
Celebremos este libro y sus nuevas ediciones como una poética de un transeúnte que ha logrado regalarnos sus pesadillas, delirios y fantasmas como un acertijo para amar la vida sin temores de sabernos solos.
Fernando Cuartas, Poeta y editor
Medellín, Colombia
♣♣♣
Belomante: quien adivina a través de tiros de flecha. La cuerda bien tensada y, luego, el disparo, según dirección, curva y sitio alcanzado, tal o cual futuro. Me gusta pensar en el escritor como cultivador de esta mancia. Alfonso Peña lanza flechas y que pase lo que tenga que pasar, sus personajes salen al mundo, aman, mueren, se abrazan y se golpean, bello y terrible remolino, donde todo gira, que es la vida. Pero, también berílistica, método de adivinación mediante las imágenes que se forman en los espejos. Un espejo es, para Borges, sinónimo de la multiplicación –símil de la cópula–, una abominación; es asimismo, una imposibilidad para los vampiros; es ubicados en cierto orden, laberinto o proliferación de los cuerpos en la orgía que, desde una posición exacta, contempla el voyeur. Cada cuento de Alfonso Peña es sistema de espejos, en vigilia, soñando o en trance. El mundo de este narrador costarricense: galerías, pasadizos, subterráneos, en penumbras, oscuros, apenas surcados por una luz que viene desde alguna grieta en el techo. Un mundo con frecuencia impío que el narrador mira con piedad. Tiene razón Tomás Saraví: una sonrisa no cínica sino llena de piedad, porque adivina en la locura generalizada el drama escondido en cada congénere… Flecha y espejo; al fondo como siempre, la muerte; antes, los días y las horas, el deseo, el mar, las olas en el mar; la insistente pregunta. Tiene que haber un sentido, no es posible que esto no tenga un sentido. Y, al mismo tiempo, la antigua visión que vio Heráclito hace siglos: niños que juegan a los dados…
Carlos Barbarito, Poeta y ensayista
Buenos Aires, Argentina.
EDIÇÕES NO BRASIL:
A Nona Geração, Edições Resto do Mundo, Muestra gráfica, Eduardo Eloy, Fortaleza, Brasil, 2000.
A Nona Geração, Edições Nephelibata, Desterro, Brasil, 2008
A Nona Geração, Coleção O amor por as palavras, Editora Cintra / Arc Edições, São Paulo-Fortaleza, Brasil, 2018. (Livro digital, https://www.amazon.com.br/Nona-Gera%C3%A7%C3%A3o-bil%C3%ADngue-Espanhol-Portugu%C3%AAs-ebook/dp/B076J2HXM2/ref=sr_1_1?ie )
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